Hace algunos días, saltando de canal en canal huyendo de los programas clónicos sobre famosos, famosetes y sus miserias, di con la típica comedia de situación norteamericana. En este caso se titulaba “El gafe”.
Repetida historia de treintañeros blancos solteros y de posición desahogada que se desarrolla casi todo el tiempo en el apartamento del protagonista principal.
Las paredes de la sala están decoradas con carteles turísticos norteamericanos de los años treinta, pero de pronto los personajes entran en la cocina (americana como era de esperar) y al fondo, más pequeño que los demás, descubro (deformación profesional) el cartel que acompaña a este artículo.
Desconozco las razones de la presencia en este lugar de un cartel de los años veinte publicitando las playas (entonces limpias) del Abra. Pero esta casualidad me da pie a reivindicar la figura de su autor, el polifacético artista bilbaino Antonio de Guezala.
Nació en el año 1889 en el corazón de las Siete Calles bilbainas, donde su padre tenía un establecimiento de lencería y ropa infantil. De joven fue educado para la vida mercantil con vistas a continuar con el negocio familiar, pero durante un viaje a Francia e Inglaterra para perfeccionar sus conocimientos, se despertó su vocación artística.
Como pintor, y frente a otros artistas de su generación en los que primaba la plasmación del mundo rural tradicional en sus paisajes y en sus gentes, el universo de Guezala se identifica plenamente con la imagen innovadora y moderna del país, desde una visión eminentemente urbana, alejada del costumbrismo.
Pero es en su faceta de diseñador gráfico (el denostado “arte comercial” de otras épocas) en la que podrá dar rienda suelta a la experimentación, originalidad y capacidad de inventiva siendo autor de más de un centenar de carteles de la más diversa temática (competiciones deportivas, corridas de toros, propaganda turística…). Igualmente realiza ilustraciones para periódicos y revistas, portadas de libros, tarjetas postales, caricaturas, escenografías y decorados, grabados, ex-libris, escudos, juguetes, talla de muebles…, llegando a inventar artilugios mecánicos, y a crear una baraja formada por cuatro palos (aberri, baso, itxaso y ola) representados por el lauburu, la hoja de roble, el cabracho y el molino de agua respectivamente.
Incluso llegó a diseñar el mausoleo de la familia en el cementerio de Derio, y la tienda familiar en la Gran Vía bilbaina (ambos se mantienen milagrosamente intactos a pesar del “respeto” que últimamente se tiene en esta villa a cualquier construcción de más de veinte años).
En el año 1911 fundó junto con otros artistas la Asociación de Artistas Vascos.
Amigo de Manu de la Sota y de Eli Gallastegi, se aproximó al nacionalismo de izquierdas de la nueva formación surgida de la Asamblea de Bergara de 1930, Acción Nacionalista Vasca (ANV).
Durante la guerra del 36, junto con los también pintores José M. Ucelay y Julián de Tellaetxe desarrolló una ingente labor de salvaguarda de obras de arte. Para ello fueron acondicionados los depósitos francos del muelle de Uribitarte (recientemente derribados para mayor gloria de la especulación inmobiliaria de la villa) donde también se instalaron los fondos del Museo de Bellas Artes. También participó en la decoración con pinturas murales la Casa del Huérfano del Miliciano en el antiguo Convento de las Carmelitas descalzas de Santutxu. Estos trabajos fueron destruidos por las tropas franquistas en la toma de Bilbao.
En 1937 parte al exilio con el grupo de danzas y música “Eresoinka”, con el que recorrió las principales capitales europeas, realizando el logotipo del grupo el cartel anunciador y los decorados.
La acusación, por parte del nuevo régimen, de expoliación del Patrimonio artístico y su compromiso con el nacionalismo le obligaron a permanecer en el exilio hasta 1941.
A su regreso, con las energías muy mermadas y sin ganas de pintar, se refugió en su antigua pasión por la filatelia, a pesar de que la importancia de su colección fue descendiendo a medida que las apreturas económicas le obligaban a la venta de sus más valiosos ejemplares. Durante estos años escribió la obra El sello en la Guerra Carlista.
Los últimos años de la vida de Guezala estuvieron marcados por la desgracia. Las muertes de su padre, de su hijo Luis en “extrañas circunstancias” en una comisaría bilbaina, y la repentina, de su hija Eloisa hicieron que su salud se resintiera gravemente y perdiera la vista durante dos años. Recuperado de su ceguera, falleció aquejado de un cancer de pulmón el 13 de septiembre de 1956. Ninguna reseña de periódico recordó una vida dedicada a la causa del arte.
[publicado en la revista Txalaparta Letras & ideas 22. Invierno de 2004]