La palabra escrita ha viajado, en un período de veinticinco siglos, de la pizarra y la tableta de cera a una superficie borrable de capas infinitas, o sea, la pantalla del ordenador.
Es por ello que actualmente vemos las letras o tipos como imágenes planas, intangibles.
Sin embargo, hasta hace bien poco la tipografía para textos prolongados fue producida en un único medio: el metal, transformando acero, cobre y plomo en letras con los que componer una página.
El acero se utilizaba para realizar el punzón que es una barra sobre la que se tallaba la figura de la letra. Una vez finalizado el punzón, se encastraba a cierta profundidad en un trozo plano de metal (cobre o latón); la pieza resultante se llama matriz. El cobre es un metal muy duradero y de hecho muchas matrices de cobre fabricadas en el siglo XVI están todavía en uso.
El último paso era la fundición de una aleación de plomo antimonio y estaño, sobre el molde en el que se había colocado la matriz, para conseguir el tipo listo para el uso en la imprenta.
Quienes iniciaron el tallado de punzones tipográficos no fueron tipógrafos, ni tampoco impresores, ni estaban relacionados con el negocio de la edición. Eran joyeros. Sus herramientas esculpían en la cara del punzón como lo hacían sobre las piedras preciosas, de tal forma que el límite físico de un punzón no estaba determinado por la destreza manual del joyero, sino por la comodidad del ojo del lector.
Las letras de los misales leídos por los coros de las iglesias debían de tener un cuerpo francamente grande, pero también se tallaron otras mucho menores para componer las páginas de libros pequeños. La razón no era el ahorro de materiales, sino la urgencia de esconder con facilidad los libros o desaparecer velozmente con ellos cuando se era objeto de persecución, moneda también frecuente por esos días en Europa.
El maestro grabador hacía su trabajo asistido por el aprendiz, que con el tiempo y una vez dotado de la experiencia necesaria, él mismo se convertía en maestro. Nos han quedado innumerables relatos de las relaciones entre estos maestros y aprendices en el negocio de la tipografía, curiosamente propensos al compromiso familiar: el aprendiz solía casarse con la hija del maestro y, si tenía suerte sucedía a su suegro, por lo cual el negocio quedaba en casa. Para ello era preciso que el maestro tuviera hijas, ya que no había aprendices mujeres.
Es curioso que hoy en día, casi quinientos años después, la presencia de la mujer en el diseño de tipos sea igualmente ínfima, sobre todo si se tiene en cuenta el gran número de mujeres dedicadas al diseño gráfico.
Todos los tipos tienen nombre propio, pero no siempre coincide con el del tipógrafo que las diseñó, unas veces es el autor del libro en que se utilizó por primera vez quien le da nombre. Este es el caso del tipo Bembo que Txalaparta utiliza en sus libros en euskara y que es uno de los tipos más antiguos ya que fue diseñado por Francesco Griffo en 1496 para la impresión del libro De Aetna del veneciano Pietro Bembo y realizada por el impresor Aldus Manutius.
Otras es el propio impresor quien bautiza el tipo, olvidándose de su creador, como en el caso de la famosa Baskerville creada para el impresor John Baskerville en el siglo XVIII.
Otras es el patrón de la fundición que comercializa el tipo quien le da su apellido como en el caso de la Peignot realizada en 1937 por el gran diseñador francés A.M. Cassandre.
En tiempos más actuales, el diseñador de tipos o tipógrafo tiene más libertad para dar el nombre que más le guste para su creación como la Times New Roman, utilizada para la composición de este artículo, que fue realizada por Stanley Morison para el diario The Times.
Otros dan su propio nombre a sus diseños como la Novarese que esta editorial utiliza en sus libros en castellano y que fue creada en 1984 por el tipógrafo italiano Aldo Novarese, o la Gill Sans utilizada en el logotipo de Txalaparta y que fue realizada por el inglés Eric Gill.
Es realmente triste que la tipografía, y por lo tanto el constante diálogo entre autores, editores y lectores de nada servirá, en este principio de siglo XXI, a los 120 millones de niños sin escolarizar que actualmente hay en el mundo.
[Publicado en la revista Txalaparta Hitzak & ideiak 21. 2004ko negua]