Me encuentro durante estos días, y de cara al otoño, rediseñando los libros y colecciones de esta editorial (o al menos estudiando los problemas de diseño que han ido acumulando durante todos estos años, e intentando corregirlos) por lo que mi visión de los libros es, en este momento, como objetos.

Es curioso que, el aspecto funcional del libro, que no es otro que ser leído, ocupa muy poco tiempo, unos días o como mucho algunas semanas, y el resto del tiempo, esto es, toda su vida, el libro se convertirá en parte del entorno visual inmediato del individuo.

Con la excepción de unos pocos objetos con connotaciones sentimentales o afectivas, ningún objeto, electrodomésticos, prendas de vestir, coches o cualquier otra posesión, nos acompaña más de diez o a lo sumo quince años. Sin embargo, los libros que acumulamos en nuestra vida difícilmente son reemplazados, y sólo necesidades de fuerza mayor como mudanzas o traslados nos obligan a regalar nuestros libros, casi nunca a tirarlos.

El libro, al menos en los hogares de los lectores de esta revista, ocupa en número el primer puesto en la relación de objetos poseídos: normalmente un frigorífico, un máximo de tres televisores, uno o dos coches, no suelen llegar a la decena ni las sillas, ni las camas ni las lámparas. En el apartado de los objetos ornamentales (figuritas, floreros y jarrones, cuadros…) puede alcanzarse la veintena. En un esfuerzo por ampliar la muestra podríamos extenderla hasta las piezas de la cubertería, que pueden llegar al centenar. Y sin embargo, cuando llegamos a los libros, en la mayoría de nuestros hogares, me gustaría pensar, hay más libros que tenedores y cucharas y no sería difícil encontrar algunos donde los libros se cuenten por cientos, e incluso en un buen número de ellos, esta cifra superará el millar.

Pero a diferencia de los tenedores y las cucharas, los libros no permanecen ocultos en un cajón, sino que son expuestos y forman parte del paisaje doméstico, conformando un mosaico aleatorio donde las estridencias son especialmente molestas, visualmente hablando.

Todos estos argumentos no son sino para reivindicar la importancia del diseño y la calidad de edición en el libro. Por descontado, el contenido del libro es lo esencial  pero, a partir de la decisión de editar un texto determinado, las opciones correctas en maquetación, criterios tipográficos, ilustración, cubiertas, elección del papel, encuadernación, etcétera, harán que esa edición sea memorable y perdure en el tiempo, o como sucede tantas veces, envejezca mal.

Es por ello que nosotros, los diseñadores gráficos, debemos de poner el máximo cuidado en no llenar las estanterías de los hogares de productos anodinos, perecederos y caducos, que sólo unos años después (en cuanto cambien las modas y las tendencias) reclamarán a gritos ser eliminados del paisaje visual doméstico que afean con su estridencia coyuntural. Y conceder una mayor atención que la que se le da hoy a las «tripas», a la disposición de elementos, a la composición tipográfica y la, a veces, descuidada corrección de estilo.

No estaría de más que revisáramos algunas ediciones del siglo pasado, sin que ello se interprete como un arrebato de nostalgia, para toparnos con ediciones modestas realizadas durante unos años que no fueron peores que éstos para el mercado del libro, y en las que nos encontraremos con valores y audacias que hoy son excepción y que han quedado reservadas a unas pocas ediciones de lujo y lo que se ha dado en llamar «libro objeto».

Los libros son más que palabras, y los lectores un patrimonio irrenunciable que se merece el esfuerzo.

Publicado en la revista Txalaparta Hitzak & ideiak 35. 2007ko uda

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