Llevo más de quince años preparándome para el siempre inminente desembarco del libro electrónico. Las primeras amenazas tenían forma de cd, tanto en su habitual apariencia circular como en el más variopinto universo de formas y tamaños. Pasaron los años y tanto la llamada tinta digital como el lector de libros electrónicos fueron convirtiéndose en algo real y tangible. Eso sí, a un ritmo mucho más lento de lo que muchos auguraban. Sin embargo, algunas señales me indican que parece que las cosas se están acelerando y que los cambios ya se están produciendo.
Hace unos días, en una de las cada vez más escasas librerías de Bilbao, fui testigo de como un par de mujeres, más cerca de los ochenta que de los setenta, revisaban, cuaderno y bolígrafo en mano, los libros de las estanterías. Tomaban notas y comentaban entre ellas. Me picó la curiosidad y dando libertad a mi yo más cotilla me acerqué a espiar un poco su conversación. Lo que en principio tomé por dos apacibles miembros de algún club de lectura, resultaron ser un par de piratas. Efectivamente, aunque mutuamente reconocían su ignorancia en todo lo relacionado con internet, o precisamente por ello, lo que estaban haciendo era elegir los libros con los que sus hijos o nietos les rellenarían sus irreades [sic].
Había oído hablar de la nueva manera de comprar consistente en mirar y probar un producto en una tienda para luego terminar comprándolo más barato en internet y que, como toda moda que se precie, tiene su nombre en inglés «showrooming». Pero no creía que pudiera afectar al mundo editorial.
Mientras se mira de reojo y con temor tanto al avance de la revolución digital, como a las nuevas opciones que tiene el lector –incluida la de pasarse al lado oscuro donde los libros son gratis–, y se aplaza continuamente la decisión de cómo navegar en estos nuevos mares; todavía no he oido a nadie hablar de los posibles efectos del préstamo de cualquier tipo de libro en las bibliotecas públicas.
Recuerdo cómo, en los años setenta del pasado siglo y con apenas un par de bibliotecas dignas de ese nombre en Bilbao, luchábamos en Santutxu o Rekalde por conseguir lo que considerábamos un instrumento esencial en la educación y el acceso a la cultura: una biblioteca pública. Eran tiempos de libros prohibidos o difíciles de conseguir y en los que ni soñábamos con algo parecido a internet. Cuarenta años después, cuando tenemos acceso en unas pocas horas a cualquier libro, resulta que, paradójicamente, podemos beneficiarnos del préstamo en la biblioteca sin la incomodidad que pueda suponer la lectura presencial. He visto profesores cuya lectura de ocio procede exclusivamente de la biblioteca pública, y como padres y madres que pasan indiferentes por delante de una librería acompañan a sus hijos para que elijan en el centro público un par de libros para llevar a casa. Puede que cuando crezcan algunos de ellos sean lectores pero también es muy posible que ninguno de ellos –si todavía se siguen editando– compre un libro, porque no sabrá dónde hacerlo.
Publicado en la revista Gure Liburuak 39. 2013ko udazkena