desde pequeño me han gustado las historias de piratas. Los primeros libros que recuerdo, y a los que debo mi afición a la lectura, tenían que ver con el mar o los piratas. La isla del tesoro, 20.000 leguas de viaje submarino, Un capitán de 15 años, incluso el primer libro que me compraron en aquella, entonces pequeña, Feria de Durango, Los vascos en el mar, acompañaron mi infancia en esta villa que parece que se avergüenza de ser puerto.

Piratas, filibusteros, bucaneros, corsarios eran sinónimos de aquellas gentes, unas veces malvadas y otras no tanto que se enfrentaban a los estirados y remilgados españoles en las aguas del Caribe.

Con el tiempo supe que no todos ellos eran iguales y que corsario era el nombre que se concedía a los navegantes que, en virtud del permiso concedido por un gobierno en una carta de marca o patente de corso, capturaban y saqueaban el tráfico mercante de las naciones enemigas de ese gobierno. Armaban buques una vez obtenida la patente de corso y recuperaban la inversión con el botín obtenido en las presas capturadas y los rescates por pasajeros de importancia capturados. El corsario estaba limitado en su acción por la patente, pudiendo sólo capturar mercantes de determinados países y teniendo que repartir botín y rescate con el Estado. Ésta era la principal diferencia con el pirata, que atacaba cualquier buque que pudiera capturar y no tenía que rendir cuentas a nadie.

No deja de ser curioso, y seguramente no será fruto del azar que la columna del dominical más vendido por estas tierras y desde la que semanalmente nos escupe su amarga bilis el aguerrido corresponsal-novelista-académico, lleve por título precisamente Patente de Corso.

Bajo este reino en el que mientras no demostremos nuestra inocencia todos somos culpables, resulta que además de otras muchas sospechas, todos somos potenciales piratas (esta vez de la menos cruenta piratería informática o digital) y por lo tanto cada vez que compramos CDs y DVDs vírgenes, fotocopiadoras, impresoras, escaners, grabadoras y tantos otros soportes, con los que hipotéticamente podríamos realizar copias ilegales, pagamos el correspondiente canon a entidades sin “ánimo de lucro” y autorizadas por el gobierno para recaudarlo y distribuirlo a su discreción. En el Estado español hay 8 entidades de gestión siendo la más conocida y que influye en las demás, la SGAE.

¿Qué será lo próximo? Casi cualquier objeto puede servir de medio para ejercer la copia privada, desde bolígrafos, folios, cuadernos, rotuladores, aerógrafos, y en un momento dado… nuestros ojos o nuestras propias cuerdas vocales. Todo es cuestión de la imaginación que el ansia recaudatoria cultiva y de que nadie ponga límites a las actuaciones de las entidades de gestión.

Así resulta que los originales, borradores, maquetas fotografías… de esta revista o de los libros de esta editorial se guardan en CDs y DVDs que pagan el correspondiente canon y que va a parar, en el mejor de los casos, a músicos y editores discográficos que absolutamente nada tienen que ver con lo almacenado ni con los derechos de autor de las personas que han trabajado en ellos. Incluso cuando guardamos las fotografías de nuestras vacaciones pagamos a esas entidades el canon de los derechos de autor por nuestros «pinitos» con la cámara digital o el teléfono móvil.

¿Piratería o corso?

[Publicado en la revista Txalaparta Hitzak & ideiak 31. 2006ko uda]

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